viernes, 18 de septiembre de 2020

Cinco horas con Mario

de Miguel Delibes. Dirección: Josefina Molina.
una producción de Pentación.
con Lola Herrera.

18 de septiembre de 2020. Teatro Palacio Valdés, Avilés. 90’ aprox.

En la noche del 24 al 25 de marzo de 1966 Carmen se queda a solas con Mario. Con él de cuerpo presente ella va repasando su vida. La de los dos. Y, sin quererlo, a través de sus frases hechas va haciendo un retrato certero de aquella España deshecha.

En el prólogo de la edición de 2008 de la novela, Delibes revisaba su opinión sobre sus personajes y le hacía algunos reproches a Mario. Según él, quizá había salido demasiado bien parado de aquel duelo existencial con forma de soliloquio enviudado. Pero su novela es tan magnífica que no solo consigue hacer un retrato impecable de dos personajes representativos de un lugar y un tiempo (el de una familia urbana española en la tercera década de la dictadura), sino que con las letanías de esa mujer a la que da gusto escuchar (la novela, más que leerse, casi se oye) consigue que sea el tiempo y la perpectiva del público lo que se ve reflejado según van pasando los años. Cuando vi la obra en 2004 (seguida por aquel Mario, por alusiones que se programó con ese tino que desde hace más de un cuarto de siglo es marca de la casa en nuestro Palacio Valdés) creo que yo también estaba de parte del finado. Pero ahora, más que juicios maniqueos, lo que me provocan las palabras de Carmen es ternura. Por Mario y por sus afanes, pero sobre todo por ella y su lenguaje. Que haya reparado más ahora que entonces en las palabras de Carmen creo que se lo debo en parte a esa insoportable anglofilia vírica que padece nuestra lengua, cada vez más asediada por el uso contagioso de esas cajas negras semánticas que son muchas de las palabras y acrónimos que nos llegan del inglés. Más que en su ideología, el soliloquio de Carmen me encanta y me emociona por el caudal de belleza que contiene su lenguaje sencillo y lleno de retales resabidos y resonantes. Pero mientras escribo esto no tengo muy claro si estoy hablando de la novela o de la obra que acabo de ver. Y es que Lola Herrera y Josefina Molina (y antes Miguel Delibes y José Sámano) han conseguido una vecindad perfecta y sin fisuras entre ambas. La misma que el año pasado también me hizo emocionarme hasta la lágrima con Señora de rojo sobre fondo gris que nos trajo el gran José Sacristán (menudo trío de octogenarios en plenitud tenemos en España con Lola Herrera, con Nuria Espert y con él). Lola Herrera ha estado tan perfecta y conmovedora en sus palabras y en sus gestos que estoy seguro de que, tras bajarse el telón, ese Mario silente que no vemos habrá mirado a Menchu, y haciéndole caso a Miguel, le habrá pedido perdón. Al terminar esta obra, por tantos motivos memorable, el aplauso ha sido largo, intenso y sentido. De hecho, todo el público se ha puesto en pie (y eso no es aquí nada frecuente) para rendir homenaje a una actriz inconmensurable. Y es que en esta noche septembrina la cuarta pared parecía tener simetría especular porque, tras recibir nuestros aplausos, Lola se acercó hasta la corbata del escenario para decirnos, tan emocionada como nosotros, que esta función también era para ella muy especial por ser la primera después de seis meses sin poder pisar un teatro. Así que tenemos muy claro que necesitamos teatro, mucho más teatro, para vivir. Por eso hay que ser muy responsables y cuidarnos mucho. Porque es precisamente por el teatro (y por el cine, y por la música, y por los libros, y por disfrutar con los seres queridos de las oropéndolas en verano y de la lluvia amarilla en otoño) por lo que merece la pena vivir. Así que muchas gracias Lola. Por hacernos sentir felizmente vivos otra vez.