dirección de Quino Falero. Con textos de Miguel del Arco, Yolanda García Serrano, Verónica Fernández, Anna, R. Costa, Juan Carlos Rubio y Alfredo Sanzol.
Iraya producciones.
con Berta Ojea, Mariola Fuentes y Concha Delgado.30 de noviembre de 2013. Teatro Palacio Valdés, Avilés. 90’ aprox.
Tres actrices parodian los usos y costumbres de la feminidad franquista. Doce escenas para evocar las edades de la mujer en los tiempos de Elena Francis y la sección femenina.
La historia se repite; primero como tragedia, y después como farsa. Viendo las risas que despertaba en buena parte del público esta (supuesta) ridiculización de nuestro pasado me he acordado de aquella frase de Marx. Esta tarde hemos asistido a la farsa. En el escenario y en el patio de butacas. Farsa escénica, de esa que acude a los lugares comunes, a lo previsible, a los resortes. Y farsa moral, de esa que, pareciendo reírse del pasado, no hace otra cosa que evocarlo, perdonarlo y casi reivindicarlo. Había mucho de eso en esas risas automáticas. De reivindicación de la propia biografía, de la caspa que la llenó en un tiempo que, si ha de mover a risa, debería ser con mucha más inteligencia y no con esta sal gruesa que sepulta todo juicio sobre la relación entre el pasado y el presente. Porque parte de ese pasado, amablemente recordado en esta obra, está aquí de nuevo. Ha vuelto gracias a la ingenuidad de quienes ahora creen reírse de él. Volvió ayer cuando se aprobó una ley que nos devuelve a la arcadia educativa que algunos siguen ubicando más allá de 1970, en los tiempos de la sección femenina. Esa arcadia que legitima la segregación por sexos en las escuelas, que devuelve a la religión la mayor relevancia en las aulas. Un pasado que regresa también para las mujeres haciendo que los sectarios decidan sobre la maternidad y los fundamentalistas criminalicen a los médicos. Un pasado que sigue estando aquí con la memoria histórica convertida en amnesia obligatoria. Para no abrir fosas. Para dejar a la verdad sepultada en las cunetas de la historia. Claro que debemos reírnos del franquismo. Pero en serio. No con esta ingenuidad que casi lleva a reivindicarlo y a obviar lo que de él sigue habiendo en nuestro presente. En el teatro y en el cine (por ejemplo, con David Trueba hace sólo unas semanas) me he reído muchas veces de los pasajes más oscuros de la historia. Pero bien. Con inteligencia y buen hacer escénico. No con el lamentable espectáculo de esta mofa ñoña, casi cariñosa, de aquel pasado trágico que como farsa ha vuelto esta tarde al Palacio Valdés.
La historia se repite; primero como tragedia, y después como farsa. Viendo las risas que despertaba en buena parte del público esta (supuesta) ridiculización de nuestro pasado me he acordado de aquella frase de Marx. Esta tarde hemos asistido a la farsa. En el escenario y en el patio de butacas. Farsa escénica, de esa que acude a los lugares comunes, a lo previsible, a los resortes. Y farsa moral, de esa que, pareciendo reírse del pasado, no hace otra cosa que evocarlo, perdonarlo y casi reivindicarlo. Había mucho de eso en esas risas automáticas. De reivindicación de la propia biografía, de la caspa que la llenó en un tiempo que, si ha de mover a risa, debería ser con mucha más inteligencia y no con esta sal gruesa que sepulta todo juicio sobre la relación entre el pasado y el presente. Porque parte de ese pasado, amablemente recordado en esta obra, está aquí de nuevo. Ha vuelto gracias a la ingenuidad de quienes ahora creen reírse de él. Volvió ayer cuando se aprobó una ley que nos devuelve a la arcadia educativa que algunos siguen ubicando más allá de 1970, en los tiempos de la sección femenina. Esa arcadia que legitima la segregación por sexos en las escuelas, que devuelve a la religión la mayor relevancia en las aulas. Un pasado que regresa también para las mujeres haciendo que los sectarios decidan sobre la maternidad y los fundamentalistas criminalicen a los médicos. Un pasado que sigue estando aquí con la memoria histórica convertida en amnesia obligatoria. Para no abrir fosas. Para dejar a la verdad sepultada en las cunetas de la historia. Claro que debemos reírnos del franquismo. Pero en serio. No con esta ingenuidad que casi lleva a reivindicarlo y a obviar lo que de él sigue habiendo en nuestro presente. En el teatro y en el cine (por ejemplo, con David Trueba hace sólo unas semanas) me he reído muchas veces de los pasajes más oscuros de la historia. Pero bien. Con inteligencia y buen hacer escénico. No con el lamentable espectáculo de esta mofa ñoña, casi cariñosa, de aquel pasado trágico que como farsa ha vuelto esta tarde al Palacio Valdés.